La figura del proyeccionista oficial del Kremlin -al que Konchalovski conoció personalmente- constituye el pretexto de un film ambicioso, en el que pretende esbozarse la historia de varias décadas de la URSS. El evidente interés de la historia y una realización nada desdeñable no impiden que un exceso de referencias recargue su desarrollo dramático y le conduzca hacia la dispersión.
Un humilde operador de cine judío se convierte en testigo de excepción de todos los acontecimientos de la dictadura stalinista cuando es reclutado por el KGB para trabajar como proyeccionista privado del propio Stalin. Durante casi dos décadas, Ivan Sanchin observa la vida del dictador y tiene acceso al cículo de poder que lo rodea. En contrapartida, el secreto que rodea su labor, va alejándole poco a poco de su mujer Anastasia, quien se refugia en los brazos del jefe de seguridad del Estado, el comandante Lavrentii Beria.
Director: Andrei Konchalovski
Intérpretes: Alexander Zbruev, Bess Meyer, Bob Hoskins, Feodor Chaliapin jr., Lolita Davidovich, Tom Hulce
Título en VO: The Inner Circle - El proiezionista
Año: 1991.
Duración: 137 min.
Clasificación: Sin definir
Género: Política
Guión: Andrei Konchalovski, Anatoli Usov
Fotografía: Ennio Guarnieri
Música: Eduard Artemyev
Intérpretes: Alexander Zbruev, Bess Meyer, Bob Hoskins, Feodor Chaliapin jr., Lolita Davidovich, Tom Hulce
Título en VO: The Inner Circle - El proiezionista
Año: 1991.
Duración: 137 min.
Clasificación: Sin definir
Género: Política
Guión: Andrei Konchalovski, Anatoli Usov
Fotografía: Ennio Guarnieri
Música: Eduard Artemyev
La película comienza y se desarrolla con una narración de los sucesos vividos por el protagonista, Ivan Sashin, un humilde e íntegro comunista, quien se desempeñaba como operador cinematográfico del KGB (Comité para la Seguridad del Estado) y llegó a formar parte del “círculo interno” de Stalin y sus ministros. Era el año 1939, y había estallado la segunda guerra mundial. La unión soviética vivía el régimen estalinista, donde el Presidente de la nación Iósif Vissariónovich Dzhugashvili , mejor conocido como “Stalin” (Hecho de acero), era la máxima figura de autoridad y temple, y como decía el protagonista, para los soviéticos más que un líder Stalin era “su amo”.
La historia de la Unión Soviética es un misterio que poco a poco va desvelándose. Ahí están libros tan interesantes como “El libro negro del Comunismo”, o “I figli dell’Arbat”. En línea con este último, escrito por Ribakov, compañero de juventud de Stalin, se encuentra una obra maestra de la cinematografía: “El Círculo del Poder”. Basado en una historia real, supera a la más prodigiosa de las imaginaciones.
En el Moscú de 1939, poco antes de la entrada en la Segunda Guerra, un operador de cabina, Sansin (Tom Hulce), es invitado (sin posible apelación, obviamente) a convertirse en servidor, en ese mismo puesto, de la sala de proyección de Stalin.
La autodefensa de sus habichuelas le lleva a traicionar a sus antiguos vecinos y amigos. Nadie quiere ser sospechoso de dañar a esa gloriosa Unión Soviética en la que, con mano de hierro, Stalin hace y deshace a voluntad. Pocas veces podrá encontrarse un ejemplo tan acabado de lo que he venido a denominar en algún trabajo la Dirección Por Amenazas. Lo importante es que nadie sepa muy bien a qué atenerse. De ese modo, la arbitrariedad puede ser completa. ¡Cuántas organizaciones manejan este tipo de gobierno, incuso con fines aparentemente loables!
Demasiados directivos son, en realidad, sátrapas vanidosamente convencidos de ser dioses.
La contemplación de los líderes como seres normales, con pasiones groseras -se atiborran de comida y bebida, arrebatan la mujer a los subordinados, son egoístas, ambiciosos hasta lo ridículo-, hacen templar las fuertes convicciones del operador. Pero sus escrúpulos son cubiertos con dinero: se le hace partícipe de las ventajas de la cercanía al poder con un mejor sueldo que la media, y sobre todo con prebendas, fundamentalmente paquetes de comida, de los que el resto de los mortales están privados.
Millones de personas padecieron las manías persecutorias de Stalin. Miles son los empleados que en determinadas organizaciones tienen que soportar hoy en día paranoias de mandos intermedios insuficientemente preparados. Gracias a Dios, no acaban en el Gulag, pero se ven preteridos, mientras parientes y/o amigotes trepan contra toda justicia.
Un sistema de control de los subordinados es la ruptura de la defensa del cariño verdadero. Al igual que en “Killing fields” (el comunismo no cambia, porque lo que ahora algunos llaman comunismo no se sabe bien lo que es..., salvo un remedo de cierta utopía en la que pocos cobran buenos sueldos a base de la ingenuidad de muchos), se ponen los medios para romper los lazos afectivos. Se premia a los hijos que denuncian a sus padres; se adiestra a esos cachorrillos, ávidos de autoafirmación, con el único deseo de que sigan ciegamente a sus jefes. Resultan de una gran fuerza las conversaciones entre Katia (la hija de los vecinos deportados y luego asesinados) y Anastasia, mujer del operador, que desea adoptarla, pero que no podrá hacerlo por miedo “al qué dirán”: para justificar la criminalización de sus padres, han sido calificados de enemigos del pueblo.
El poder de Stalin se refuerza el 21 de diciembre de 1940, cumpleaños del “Amo”. Todo parece perfecto, pues un pacto de no agresión libra a la Unión Soviética de los males que sacuden el continente. Hasta altares se le ponen a aquel que esclaviza con la ayuda de Beria (Bob Hoskins), ejemplo vivo de las bajas pasiones que puede tener el más depravado de los humanos.
La tensión producida por la vida junto a Beria (que se la robó al marido), llevan a Anastasia al suicidio. En ese momento, el operador, aunque aún tardará algún tiempo, comienza a recuperar el sentido común. Su vida ha sido una constante paradoja: acallar los propios sentimientos en defensa de su “statu quo”. Pasados los años, cae en la cuenta de que ha sido engañado, de que su vida ha sido una falsedad permanente, de que ha perdido lo que más quería, precisamente por haber aplicado a su vida aquel triste principio de que el fin justifica los medios.
Katia -¡oh, el patético adiestramiento acrítico de los inocentes!- acabará considerando que todo se lo debe al camarada Stalin, que la defendió de sus padres –enemigos del pueblo-, que la formó, la alimentó... Hasta el paroxismo se llega cuando el Amo fallece el 5 de marzo de 1953. Mil quinientas personas murieron en el intento de ver por última vez al “salvador” de la patria y de cada uno: el “padrecito” Stalin.
Meses después, hasta Beria paga con su vida lo que no fue más que una dictadura antihumana.
Muchas son las enseñanzas para las organizaciones de esta gran película. Entre otras:
1.- La confianza en un hombre (o en un conjunto de ellos) nunca ha de ser ciega.
2.- Menos predicar y más dar trigo, podría decírseles a muchos directivos.
3.- Mientras unos padecen de hambre, los gobernantes –entonces y ahora- reventaban en sus comilonas.
4.- La difusión del miedo como sistema de control y gobierno, acaba volviéndose contra quienes lo utilizan.
5.- El más aparente de los poderosos acaba en el cementerio, como los demás. No merece la pena traicionar la propia conciencia por nadie. Aunque la coherencia implique graves decisiones, la honradez lo reclama.
6.- El equilibrio afectivo es preciso: cuando se quiere manipular a la gente, se la aísla, para que no tenga nadie con quien contrastar sus ideas, y llegar a la objetividad. El fanatismo es un arma infame.
En el Moscú de 1939, poco antes de la entrada en la Segunda Guerra, un operador de cabina, Sansin (Tom Hulce), es invitado (sin posible apelación, obviamente) a convertirse en servidor, en ese mismo puesto, de la sala de proyección de Stalin.
La autodefensa de sus habichuelas le lleva a traicionar a sus antiguos vecinos y amigos. Nadie quiere ser sospechoso de dañar a esa gloriosa Unión Soviética en la que, con mano de hierro, Stalin hace y deshace a voluntad. Pocas veces podrá encontrarse un ejemplo tan acabado de lo que he venido a denominar en algún trabajo la Dirección Por Amenazas. Lo importante es que nadie sepa muy bien a qué atenerse. De ese modo, la arbitrariedad puede ser completa. ¡Cuántas organizaciones manejan este tipo de gobierno, incuso con fines aparentemente loables!
Demasiados directivos son, en realidad, sátrapas vanidosamente convencidos de ser dioses.
La contemplación de los líderes como seres normales, con pasiones groseras -se atiborran de comida y bebida, arrebatan la mujer a los subordinados, son egoístas, ambiciosos hasta lo ridículo-, hacen templar las fuertes convicciones del operador. Pero sus escrúpulos son cubiertos con dinero: se le hace partícipe de las ventajas de la cercanía al poder con un mejor sueldo que la media, y sobre todo con prebendas, fundamentalmente paquetes de comida, de los que el resto de los mortales están privados.
Millones de personas padecieron las manías persecutorias de Stalin. Miles son los empleados que en determinadas organizaciones tienen que soportar hoy en día paranoias de mandos intermedios insuficientemente preparados. Gracias a Dios, no acaban en el Gulag, pero se ven preteridos, mientras parientes y/o amigotes trepan contra toda justicia.
Un sistema de control de los subordinados es la ruptura de la defensa del cariño verdadero. Al igual que en “Killing fields” (el comunismo no cambia, porque lo que ahora algunos llaman comunismo no se sabe bien lo que es..., salvo un remedo de cierta utopía en la que pocos cobran buenos sueldos a base de la ingenuidad de muchos), se ponen los medios para romper los lazos afectivos. Se premia a los hijos que denuncian a sus padres; se adiestra a esos cachorrillos, ávidos de autoafirmación, con el único deseo de que sigan ciegamente a sus jefes. Resultan de una gran fuerza las conversaciones entre Katia (la hija de los vecinos deportados y luego asesinados) y Anastasia, mujer del operador, que desea adoptarla, pero que no podrá hacerlo por miedo “al qué dirán”: para justificar la criminalización de sus padres, han sido calificados de enemigos del pueblo.
El poder de Stalin se refuerza el 21 de diciembre de 1940, cumpleaños del “Amo”. Todo parece perfecto, pues un pacto de no agresión libra a la Unión Soviética de los males que sacuden el continente. Hasta altares se le ponen a aquel que esclaviza con la ayuda de Beria (Bob Hoskins), ejemplo vivo de las bajas pasiones que puede tener el más depravado de los humanos.
La tensión producida por la vida junto a Beria (que se la robó al marido), llevan a Anastasia al suicidio. En ese momento, el operador, aunque aún tardará algún tiempo, comienza a recuperar el sentido común. Su vida ha sido una constante paradoja: acallar los propios sentimientos en defensa de su “statu quo”. Pasados los años, cae en la cuenta de que ha sido engañado, de que su vida ha sido una falsedad permanente, de que ha perdido lo que más quería, precisamente por haber aplicado a su vida aquel triste principio de que el fin justifica los medios.
Katia -¡oh, el patético adiestramiento acrítico de los inocentes!- acabará considerando que todo se lo debe al camarada Stalin, que la defendió de sus padres –enemigos del pueblo-, que la formó, la alimentó... Hasta el paroxismo se llega cuando el Amo fallece el 5 de marzo de 1953. Mil quinientas personas murieron en el intento de ver por última vez al “salvador” de la patria y de cada uno: el “padrecito” Stalin.
Meses después, hasta Beria paga con su vida lo que no fue más que una dictadura antihumana.
Muchas son las enseñanzas para las organizaciones de esta gran película. Entre otras:
1.- La confianza en un hombre (o en un conjunto de ellos) nunca ha de ser ciega.
2.- Menos predicar y más dar trigo, podría decírseles a muchos directivos.
3.- Mientras unos padecen de hambre, los gobernantes –entonces y ahora- reventaban en sus comilonas.
4.- La difusión del miedo como sistema de control y gobierno, acaba volviéndose contra quienes lo utilizan.
5.- El más aparente de los poderosos acaba en el cementerio, como los demás. No merece la pena traicionar la propia conciencia por nadie. Aunque la coherencia implique graves decisiones, la honradez lo reclama.
6.- El equilibrio afectivo es preciso: cuando se quiere manipular a la gente, se la aísla, para que no tenga nadie con quien contrastar sus ideas, y llegar a la objetividad. El fanatismo es un arma infame.